Por: Emilio Gutiérrez Yance
En un rincón apacible del departamento de Bolívar, donde el sol se cuela por entre los tejados antes de que los gallos terminen su canto, ocurrió algo que, aunque sencillo, cambió la rutina de todos. Fue en una pequeña estación de policía de la subregión de los Montes de María, modesta y discreta, donde los uniformados —esos que siempre parecen ir con prisa o con la seriedad tatuada en el rostro— empezaron a saludar. No con la voz apagada del deber, sino con un entusiasmo que parecía brotar directamente del alma.
“¡Buenos días!” dijeron. Y no fue un saludo cualquiera. Fue tan honesto, tan luminoso, que hasta el perro callejero, que llevaba años durmiendo en la acera, movió la cola con un bostezo satisfecho. Los vecinos, al principio incrédulos, comenzaron a notar que algo distinto flotaba en el ambiente: las palabras ya no eran rutina ni formalidad. Se sentían como abrazos invisibles, como un puente tendido entre uniformes y ciudadanos.
Nadie dio la orden. Nadie impuso la regla. Fue una iniciativa tan humana como necesaria, y a eso le pusieron nombre, disciplina y buen trato.
No había documentos que firmar, ni protocolos extensos. Solo bastaba con mirar al otro a los ojos y decirle algo amable, como si ese gesto pudiera reparar viejas heridas. Y vaya que lo hizo.
Los policías, formados para imponerse con autoridad, comenzaron a suavizar el tono. Dejaron que la cortesía les aflojara el ceño y la voz. A cambio, los ciudadanos —tantas veces prevenidos por años de distancia— se rindieron ante la calidez. Respondían con sonrisas, y algunos hasta con historias. La estación, antes fría y de paredes que solo escuchaban quejas, comenzó a parecer una casa de puertas abiertas.
Carmen, la señora que limpiaba desde el amanecer, dijo un día que los saludos que recibía le quitaban el peso del balde. Un patrullero joven confesó que su uniforme ya no le pesaba igual cuando lo acompañaba el respeto. Y hasta el subintendente, aquel hombre serio y puntual como el reloj del parque, empezó a silbar cuando salía de turno, como si al fin pudiera respirar con libertad.
El saludo se convirtió en una pequeña revolución silenciosa. Una revolución de gestos, de empatía, de humanidad. La disciplina, esa palabra a veces tan rígida, se volvió hábito amable. Y la seguridad, que solía vestirse de alarma, comenzó a sentirse en la tranquilidad con la que la gente se reconocía en los ojos del otro. No hizo falta levantar la voz, ni levantar barreras. El saludo —ese acto antiguo como la vida misma— bastó para empezar a sanar.
Porque en este país de contrastes y cicatrices, también existen policías que curan con gestos pequeños, que construyen comunidad desde la amabilidad, que hacen de su uniforme una promesa de respeto. Y así, como quien no quiere la cosa, en aquel rincón del país, el sol no volvió a ser el único que saludaba primero.