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domingo, julio 27, 2025

El adiós a dos patrulleros unidos por el deber y la amistad

  • Ahora patrullan desde lo alto, como guardianes eternos de la esperanza, la lealtad y el amor por esta patria que hoy los llora…pero no los olvida.
Por: Emili Gutiérrez Yance

La Policía Nacional de Bolívar está de luto. Pero más que eso, está herida en lo más profundo de su alma. Dos de los suyos se han ido. No por descuido. No por falta de valor. Sino por un destino cruel que, en un solo golpe, arrancó dos vidas forjadas en el servicio, la nobleza y la hermandad.

El coronel John Edward Correal Cabezas, comandante (e) del Departamento de Policía Bolívar, lo expresó con el alma desgarrada: “Hoy no perdemos solo a dos patrulleros. Perdemos a dos hijos del uniforme. A dos hermanos del alma. A dos jóvenes valientes que representaban lo mejor de esta institución. Su ausencia duele… pero su ejemplo vivirá para siempre.”

Miguel y Carlos salieron a prestar apoyo durante las corralejas de Hatillo de Loba, en el sur de Bolívar. Lo hicieron como siempre: riendo, cantando, soñando. No hubo despedidas, ni presentimientos. Solo un destino cruel que decidió llevárselos el mismo día… con apenas unas horas de diferencia.

La muerte, a veces, parece entender de lealtades. No separa lo que el alma ha unido, ni deshace lo que la amistad ha tejido en los silencios compartidos. Miguel partió primero, como quien abre paso entre sombras. Y Carlos, incapaz de concebir el mundo sin su amigo, lo siguió. Sin queja. Sin miedo. Solo con la lealtad intacta y el corazón dispuesto a reencontrarse.

La tarde de este viernes 25 de julio de 2025 volvió a teñirse de luto para la Policía Nacional. Carlos Eduardo Julio Jiménez, patrullero de apenas 24 años, perdió la vida tras una intensa lucha en una clínica de Bosconia, Cesar. Durante horas, médicos batallaron por salvarlo; sus compañeros oraron, su madre esperó con el alma en vilo. Pero las heridas provocadas por un brutal accidente fueron irreversibles.

Una volqueta —que, según testigos, invadió su carril— lo embistió de frente en la vía Mompox–Guamal, destrozando la motocicleta que conducía y desatando una tragedia que aún estremece a su institución.

Miguel Alexander Rebolledo García, su compañero del alma, quien viajaba como parrillero murió en el acto. Desde entonces, algo en Carlos parecía haberse apagado. Como si su corazón —destrozado por dentro— ya hubiese emprendido también el camino de regreso.

Carlos había nacido el 19 de julio en Arjona, Bolívar, pero se crió en Restrepo, Meta. Allí, entre partidos de fútbol y desafíos cotidianos, se formó un joven tenaz, con carácter y nobleza. La vida no le ofreció facilidades, pero él jamás pidió atajos. Prestó servicio militar en la Armada Nacional, y en 2024 ingresó con orgullo a la Policía. Se graduó en la Escuela de Carabineros Alfonso López Pumarejo y fue asignado a la Fuerza Disponible de Bolívar. Allí conoció a Miguel. Allí nació una amistad que se convirtió en hermandad.

Lo llamaban “el loquito del grupo”. Siempre con una risa lista, una ocurrencia en la lengua y el alma encendida. Tenía el don de la alegría y la habilidad de aligerar hasta las jornadas más duras.

Amaba el fútbol, cantaba con pasión canciones de Farid Ortiz, y hablaba sin parar… pero, sobre todo, hablaba de ella: su mamá, doña Elida. Su refugio. Su razón. Su más grande amor. “Ella es mi todo”, decía con ternura y orgullo, desarmando hasta al más serio.

En apenas diez meses como patrullero, acumuló ocho felicitaciones oficiales. Pero su verdadero legado está en las memorias que deja: en las risas compartidas, en los abrazos espontáneos, en la energía que llenaba cada patrullaje.

Miguel Alexander Rebolledo García también tenía 24 años. Barranquillero de alma caribe, era una mezcla hermosa de alegría, talento y nobleza. Amaba al Junior, bailaba salsa con pasión, y dibujaba sueños en sus cuadernos. En ellos dejaba plasmado lo que no decía: su sensibilidad, su visión del mundo, su esperanza.

Llevaba poco más de un año en la Policía y ya había recibido 12 felicitaciones. Era respetado por sus superiores y querido por sus compañeros. Silencioso pero atento. Disciplinado sin rigidez. Miguel era ese tipo de compañero que siempre estaba, aunque no hablara mucho. Ese que se vuelve imprescindible sin hacer ruido. Ese que, cuando falta… deja un vacío imposible de llenar.

Quizás nunca fue necesario que uno se quedara sin el otro. Quizás, en esa amistad tejida con lealtad, se pactan silenciosamente destinos compartidos.
“Carlos no soportó quedarse. Tal vez escuchó a Miguel desde el otro lado decirle: ‘vamos, hermano, que aún nos falta la última ronda’… y decidió irse con él”, dice uno de sus compañeros, con la voz quebrada por el dolor.

Carlos y Miguel cayeron con honor, con el uniforme limpio y el corazón firme. Se fueron cumpliendo con un juramento que nunca traicionaron. No pueden ser una cifra más en una estadística. Sus nombres deben grabarse en la memoria del país como héroes, como jóvenes que, pese a todo, eligieron servir, proteger y amar a Colombia desde la primera línea del deber.

Porque hay vidas que no se miden en años, sino en huella. Y ellos dejaron la suya: en el niño que los saludó con admiración, en la madre que aún los espera, en la patrulla que se quedó sin su risa.

Descansen en paz, patrulleros. Su ronda no ha terminado. Ahora patrullan desde lo alto, como guardianes eternos de la esperanza, la lealtad y el amor por esta patria que hoy los llora… pero no los olvida.

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