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viernes, junio 20, 2025

Luis Hemel y Fanny, historia de un amor que floreció en el Llano y perdura para siempre

Epígrafe: «En un beso, sabrás todo lo que he callado»*. — Pablo Neruda —

Por: Emilio Gutiérrez Yance

El calendario señalaba que era sábado 8 de abril de 1995, víspera del domingo de ramos y las primeras sombras de la noche caían sobre el frío ambiente de Bogotá cuando el sacerdote expresó las palabras que enlazarían dos vidas para siempre: “los declaro marido y mujer”. Era el momento más feliz de un romance que había iniciado en el corregimiento de Veracruz, incrustado entre los caminos verdes y los árboles gigantescos de los Llanos Orientales.

En ese lugar casi desconocido por el mundo, vivía y trabajaba un joven suboficial que en los días decembrinos de 1990 llegó para comandar la pequeña estación de policía. Sus planes eran hacer un trabajo honesto y dedicado como bien sabía hacerlo. Pero Dios y la vida lo sorprenderían de una manera especial. Pero no nos adelantemos porque el amor no tiene prisa y el universo no conspira a altas velocidades.

Los recién casados, Luis Hemel López Ortega y Fanny Esther Castro, dos almas que Dios —con la delicadeza de un poeta sabio— unió en una jugada exacta de relojería divina. Él tenía la mirada amplia, cargada de horizontes, como quien contempla desde lo alto el océano verde de los Llanos Orientales y siente que la vida guarda caminos infinitos entre los pastizales ondulantes. Ella, mujer de nobleza serena, llevaba en su rostro la luz de una reina coronada con ternura, galantería y ese amor que florece en quienes han aprendido a amar sin temor.

Él, custodio del orden, caminaba con la determinación de quien protege lo que ama. Ella, artesana del idioma, enseñaba a los niños a descubrir los tesoros escondidos en las palabras, como el genio que entrega un mapa hacia los sueños. Él vestía el verde de la sabana, como si el viento lo hubiera cubierto con los colores de la esperanza. Ella lucía prendas frescas y decorosas que exaltaban su hermosura y la resguardaban del calor abrasador de aquella mitad del país donde el sol gobierna los días y la vida hierve bajo su poderío.

En enero de 1991, el destino —disfrazado de instante cualquiera— tejió su encuentro. Fanny regresaba de Bogotá y jamás imaginó que una cámara fotográfica sería el objeto por el cual el cabo López la distinguiría entre la multitud. Un gesto casual, provocado por el agente Sergio Piñeros, bastó para encender la historia donde brotarían versos, melodías, amor sin medida y pasiones sin relojes.

La poesía y la pasión por enseñar se volvieron un puente hacia el corazón. En aquellas tardes donde el crepúsculo caía como un manto de luz bordado con hilos de fuego, y en noches de luna llena —redonda, brillante, colgada como un fruto de plata sobre los techos del pueblo— nacieron promesas de eternidad. Fanny desbordaba belleza y dulzura. Luis Hemel, hombre de presencia firme y alma elegante, atraía miradas soñadoras y suspiros discretos por los caminos de piedra y las calles polvorientas. Pero su corazón ya había encontrado un hogar en los ojos de Fanny, azules como el mar, en su voz capaz de detener el tiempo y en su espíritu noble, firme y generoso.

Y todo eso —las palabras calladas, la luz que los seguía, el viento que parecía celebrar cada encuentro— era apenas el inicio de lo que la vida, con paciencia de sembrador, había preparado para ellos.

El calendario, firme en su danza de manecillas y destinos, giró hacia horizontes inesperados, trayendo consigo sorpresas amargas y dulces. Fanny, maestra de luz y sabiduría, fue enviada al corazón palpitante del río Meta, en Puerto López, un puerto fluvial que se erige como el ombligo de Colombia, lugar equidistante entre los extremos de la tierra. Luis Hemel, soldado del deber, siguió su propio camino hacia San Pedro de Guajaray, donde las rutas se disuelven en la espesura de Cundinamarca, como si el mundo se ocultara detrás de la selva.

Como un obelisco erguido en el Alto de Menegua, Puerto López se alza en su quietud, punto de encuentro de coordenadas que marcan el centro del país. Así, la distancia entre Fanny y Luis, aunque vasta, también era equidistante, un espacio donde no cabía la ausencia, sino la promesa. Y aunque separados por kilómetros, como dos
orillas distantes del río Meta, el amor no los dividió; al contrario, lo avivó.

Cada latido de distancia era como la corriente del río que separa, pero al mismo tiempo une, dos destinos paralelos.

Luis Hemel, con la solidez de su experiencia y la convicción de sus sueños, logró lo impensable: su traslado a Puerto Gaitán. Desde allí, sus pasos lo acercaban más a Fanny, quien, con la misma dedicación con que enseñaba a sus alumnos, llevaba su amor por él como una llama viva. Pero el amor, como la luna, tiene sus sombras.

En 1992, el uniforme del deber se volvió más pesado que nunca. Luis Hemel, convocado por la Escuela de las Américas, emprendió rumbo a los Estados Unidos.

Mientras subía los peldaños del avión, sus pasos eran dolorosos: el eco de sus botas sobre el metal retumbaba como un adiós sin palabras. El corazón le pesaba más que el equipaje, y aunque el cielo se abría frente a él, sentía que dejaba su mundo abajo, en la tierra cálida donde Fanny seguía esperando. El avión despegó, pero a él no se le despegó la tristeza. El océano se extendió ante ellos como una página en blanco entre dos versos que compartían la misma tinta, y de nuevo la distancia se alzó como murallas invisibles.

El sol, cómplice de sus silencios, les enviaba noticias sin palabras. Las estrellas, cual semillas de luz, iluminaban pensamientos llenos de promesas. No lamentaban la separación, porque sabían que el amor, aunque retarda su llegada, nunca se desvanece. Al fin y al cabo, Puerto López, el ombligo del país, también es un símbolo de la conexión que puede existir entre dos corazones, sin importar cuán lejos estén.

Luis Hemel prometió unirse a ella en un abrazo sagrado. Fanny, con el corazón lleno de esperanza y la paciencia de quien espera lo que sabe que llegará, recibió esa promesa como quien acoge una verdad inquebrantable. Y esperó. El conflicto en la Orinoquía retrasó sus planes, pero jamás apagó su luz. El amor, como bien saben los que han amado, se demora, pero nunca abandona.

Finalmente, en 1995, llegó el anhelado día. El punto de encuentro para cumplir con el protocolo policial fue Villavicencio, la capital de esa media Colombia a la que conocemos como Llanos Orientales. Era necesario pedir formalmente la autorización del matrimonio católico ante el señor coronel, comandante del departamento. Ya había pedido la mano de la novia a los padres, por lo que todo estaba listo.

El día de la boda, el mundo se volvió un instante detenido en la respiración de los pájaros. Él llegó vestido de verde oliva, el uniforme número 3 planchado por la esperanza, condecoraciones brillando como soles pequeños en su pecho. Ella, vestida de blancura absoluta, llevaba un vestido que parecía tejido por las nubes que madrugan sobre los llanos.

Cada encaje era un suspiro, cada pliegue, una promesa. Esa fecha marcó el comienzo de una historia luminosa, sembrada por los hilos del destino. Hay amores que despiertan con la claridad de lo inevitable, como quien abre los ojos y ya conoce el paisaje. El de ellos despertó así: como el sol filtrándose entre los marañones, con ternura que abraza, con fuerza que arraiga, con un resplandor que se queda en la piel y en la memoria.

La iglesia olía a flor fresca y a madera antigua. Las columnas, testigos silentes del amor, estaban adornadas con lirios y cintas que parecían bailar con el viento invisible. El aire tenía sabor a gloria sencilla. En sus manos se encontraron como se encuentran los ríos: no para sumarse, sino para volverse uno. Y cuando dijeron «sí», fue un sí que tembló en los vitrales, que ascendió hasta las campanas, que se volvió semilla de eternidad.

Después de aquella ceremonia que selló su unión ante el cielo y los hombres, la vida comenzó a desplegarse como una sábana al viento, limpia y tibia. Los días se volvieron más generosos, y las noches, más apacibles. El amor que habían cultivado en la distancia ahora echaba raíces en la cercanía, y pronto dio frutos.

Así llegaron Fanny Brigeth, con su sonrisa de miel y vocación por sanar desde la precisión, quien más tarde se convertiría en odontóloga, dedicada al arte de restaurar sonrisas. Y Harold Hemel, espíritu justo desde la infancia, llamado a defender causas nobles con la firmeza de la razón y la integridad de su carácter, quien con el tiempo abrazó los códigos y se hizo abogado.

Con ellos, el hogar se volvió un territorio sagrado de juegos, aprendizajes y pequeñas alegrías cotidianas. La familia se estableció en Villavicencio, donde el destino les ofreció una estación de estabilidad. Luis Hemel fue trasladado a la Escuela de Carabineros Eduardo Cuevas, y por primera vez en mucho tiempo, los relojes dejaron de contar ausencias.

Allí, en la ciudad rodeada de llanos y abrazada por colinas, ambos trabajaban en la misma tierra, compartiendo no solo un techo, sino también labores y sueños. Era el tiempo de las raíces, cuando el amor ya no tenía que viajar: florecía en casa.

Pasaron los años, y el suboficial, ya sargento mayor, alcanzó su retiro en 2015. Aquel día fue el cierre de una etapa, y el desprendimiento de una piel que había vestido durante décadas. Colgó su uniforme con la solemnidad de quien despide a un viejo compañero de batallas. La nostalgia le caló hondo, como la lluvia fina. Caminó despacio por los pasillos de la Policía Metropolitana de Villavicencio, consciente de que no volvería a escuchar el llamado del deber en el mismo tono. Le dolió el adiós, pero no le pesó. Porque lo dio todo.

Desde entonces, sus días se tiñeron de una paz bien ganada. Regresó a su alma mater, la Escuela de Suboficiales y Nivel Ejecutivo Gonzalo Jiménez de Quesada, ahora como docente. Allí, las clases comienzan con una voz firme que no ordena, sino que inspira. Enseña con paciencia de río antiguo, compartiendo técnicas y vivencias, con la autoridad de quien ha pisado cada baldosa del camino. Sus estudiantes lo escuchan con atención, y en sus ojos se asoma ese respeto limpio que solo despiertan los maestros verdaderos.

Y cuando el aula se despide con un silencio de reconocimiento, Luis Hemel vuelve a casa, allá en la Sabana de Bogotá. Allí lo esperan las flores: sus pequeñas patrias de pétalo y color. Las riega con la devoción de quien riega la memoria, y las mira como si cada una llevara un poema escondido. Usa palabras amorosas: «te recuerdo», «gracias», «aquí estoy». Margaritas, rosas, claveles, cayenas y lirios reciben el agua como una caricia.

Y en ese instante —que dura apenas lo que un verso bien dicho—, el mundo se detiene. Entonces, vuelve a pensar en sus hijos, en sus nietos, y en el amor primero, Fanny, que lo espera con la ternura intacta como en sus primeros años.

Treinta años después, celebraron sus Bodas de Perla. Luis Hemel volvió a ponerse el uniforme, esta vez azul, reservado para las ocasiones especiales de los suboficiales. Fanny, por su parte, había guardado su vestido blanco como un tesoro, con la misma delicadeza con la que se conserva un recuerdo querido. Lo ajustó, lo cuidó, y lo volvió a lucir con la misma emoción del primer día. En el convento de las Hermanas de la Comunicación Social en Cajicá, Cundinamarca, con la bendición de un sacerdote local y rodeados del amor de sus hijos, renovaron sus votos. Estuvieron allí, entre otros familiares, su madrina de aquel 8 de abril de 1995: su sobrina Luz Marina Vega. Lamentó que su padrino y hermano Fernando López, no estuviera presente, pues la muerte natural lo había sorprendido años atrás.

Ese día, el eco de los vallenatos románticos se hizo presente de nuevo. Como si el tiempo no hubiera pasado, las melodías llenaron el aire, y con ellas, el corazón de Luis Hemel volvió a latir con la misma emoción del primer baile.

Mientras sonaba “Bonita” de Diomedes Díaz su voz evocó aquellos versos:

Oye, bonita, cuando me estás mirando yo siento que mi vida cubre todo tu cuerpo, oye, bonita, cuando me estás mirando yo siento que mi vida cubre todo tu cuerpo , oye, bonita, y me siento tan contento que en el instante pienso como será mañana cuando te bese totalmente confiado que si alguien está mirando me comprenda en seguida que tus ojos me dominan…

Así, la mujer que había sido su compañera, su amor, su refugio, e incluso su enfermera en aquellos momentos difíciles, seguía ahí, firme, como sus promesas.

Hoy, esta pareja es luz y símbolo. Su historia revela que el amor genuino crece con los años, se fortalece con las pruebas y se amplifica con la distancia. La fidelidad, el respeto y la ternura son los verdaderos trajes que se deben vestir cada día.

Desde los más remotos rincones de la patria, llegaron las felicitaciones a la familia López Castro, por haber edificado un hogar tan lleno de amor y esperanza. Que el Dios que los unió en la iglesia Santa Catalina Labouré siga guiando sus pasos, para que su historia siga siendo una melodía que inspire a nuevas generaciones a amar con la fuerza del alma, especialmente a las nuevas parejas de hombres y mujeres policías que han hecho vida en común, soñando con una gran familia y permaneciendo fieles a los valores que la institución les ha dado.

Porque el amor es como la semilla que se siembra en la tierra fértil, siempre da frutos abundantes y jamás se marchita. Como está escrito: «Y, sobre todo, vístanse de amor, que es el lazo perfecto.» (Colosenses 3:14)

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